Tributo al árbol, al bosque, y a la casa que late.

Los árboles del mercado se inspiran en los árboles de un bosque a las ciudades lejanos.  Tal vez viendo una película que transcurra en Tokio o Nueva York, o pensando en alguna ciudad pobladísima, con todo solucionado, o que se perciba improvisada y caótica, con tanto por reparar, como yo siento la más próxima a mi, pueda explicarse un poco que un árbol de plástico y cónico, se represente en una solución de diseño susceptible de ser reproducida y reformulada en materiales que se visten e iluminan para volverse nueva navideña moda.

Junto con eucaliptos y cipreses, los pinos que se extienden por los bosques sabaneros, fueron traídos de fuera, y como tiende a pasar con los monocultivos, en su uniformidad, se imponen en el paisaje y reproducen en una masiva fuerza que, sin querer queriendo, desgasta cualquier terreno y a costa de exclusividad, lo invaden. Basta observar la impredecible irregularidad de un bosque nativo y la espontaneidad con la que emerge y se expresa, para comprender que en nuestros intentos ortogonales de paisajismo y control de la naturaleza, nos quedamos cortos en la compresión del caos formal que lo hace funcional como un ordenado ecosistema, que perpetua su sustento a la vez nuestro; la tierra.

En casa sigue armado el arbolito de navidad que en el imaginario de mi hijo es la boleta de entrada a una maratón de películas con las que adquiere sentido en este país tropical, hasta la venta en aerosol que hace nieve, y en mi sentir, el espacio de contemplación que me ha fascinado siempre; el de las luces de colores que al apagar todo, revelan en forma orgánica un sólido geométrico; el triángulo que gira, cual dervishe danzante, sobre uno de sus catetos, en medio del nativo e impredecible bosque andino.

Encendemos nuestro árbol plástico al atardecer. La floresta que habitamos nos sorprende todos los días con su imagen que es en sí misma el regalo. El de plástico es una herencia objetual que recibimos y armamos, porque desde que terminó halloween, en los centros comerciales y todas las casas, mamá, ya tienen los árboles decorados, y pues ante maratón de películas, hacemos palomitas de maíz pero no entramos en gastos (no me gasto). Lo decoramos con adornos de todas las épocas que nos han regalado y otros que hemos hecho a mano, a pesar de haber acordado abandonar este año la idea de capar la celebración por los siglos de los siglos heredada. El plan con los amigxs estaba armado hace rato. Bastó una corta conversación para concretar las fechas, la compañía y el destino. ¡Allá nos vemos y nos vimos. 

Salimos de caminata, recorrimos las calles, los cementerios y las plazas, dejándonos llevar por la singular energía del lugar y del clan que tomó la iniciativa de invitarnos. Juntxs compusimos una nueva foto, que a la mayoría no resultaría de familiar temporada. Al ritmo de nuestros pasos, sin proponérnoslo pero sintiéndolo, restaurábamos el suelo, del un día idílico y obediente bosque de pinos, y celebramos el que atravesábamos el que somos nosotros mismos, vulnerable, impredecible, salvaje y nativo, como el nuestro andino que rodea al plástico arbolito.

Itineramos fuera de temporada con un pino de cartón de 30 cm de altura que hizo J con sus manos,  y ponemos como ofrenda agradecida a lo que fuimos y no somos, junto a árboles de verdad verdad que se nutren de la oscuridad y profundidad del suelo y se abre en generoso ramaje  convirtiendo CO2 en clorofila, dando frutos para quienes los elijan a su encuentro; alimento. (Seamos itinerantes con nuestro talento eso).